El cuento comienza así: Me subo en una estación de Metro de Caracas, llevando seis bolsas pesadas a cuestas. Avanzo con dificultad entre la multitud, me tropiezo un par de veces. En el andén, en dos oportunidades casi me voy al suelo cuando trastabillo con las bolsas entre los pies. Una vez dentro del vagón, me bamboleo de aquí para allá, en precario equilibrio con las bolsas, el morral que llevo al hombro y el poco espacio disponible del que dispongo para permanecer erguida. Por tercera vez en el día, casi termino en el suelo por pura torpeza.
A mi alrededor, la multitud de transeúntes me ignora. Quiero decir, no lo hace de manera deliberada — asumo que sí, algunos — sino que simplemente, cada quien se ocupa de sus asuntos. Tanto el muchacho de pie en el andén que me dedica una mirada brumosa cuando tropiezo, como la mujer que sacude la cabeza irritada cuando le rozo con uno de mis paquetes, todos parecen sencillamente demasiado lejos de cualquier tipo de empatía para compadecerme o ayudarme. No se trata de melodrama sobre la indiferencia del ciudadano común ni mucho menos, una crítica sobre la aridez emocional de una sociedad cínica. Es la realidad, tan simple y tan franca como para comprenderla a una sola mirada.
Con la cara sudorosa, las manos acalambradas y la espalda dolorida, no pienso en que algún “Venezolano amable” vendrá en mi rescate. Que un heroico desconocido se levantará de su asiento en el vagón de Metro o detendrá su caminata por el andén para ofrecerme su ayuda. Vamos, si lo analizamos con absoluta crudeza, yo tampoco lo he hecho nunca. Jamás me he detenido para brindar mi desinteresada ayuda a nadie, para llevar paquetes, ceder puestos, extender mi mano amiga. Soy muy paranoica para eso, me aterroriza demasiado lo que pueda ocurrir de hacerlo. Vivo en una ciudad peligrosa y no olvido. Y actúo en consecuencia.
Pero volvamos a mi escena. Cuando finalmente llego a mi estación, atravieso con enorme dificultad la puerta de salida, arrastrando mi montón de paquetes en un equilibrio precario y que supongo, no tardaré en perder. Entonces, aparece el bienaventurado salvador. O mejor dicho, el desconocido que se hace a un lado, empuja la bolsa más pesada con un gesto rápido y me permite salir sin tanto barullo. No me miró mientras lo hizo, tampoco yo le agradecí (¿Un cabezazo vale como agradecimiento?). La cosa es que continuó hasta la calle, donde finalmente tomo un taxi para culminar la odisea de manera más o menos soportable.
Lo anterior ocurre a diario. A todos. En cualquier día del mes o del año. En algún punto de nuestra vida. ¿Por qué lo cuento? Porque últimamente la figura mitológica del “Venezolano amable” vuelve a estar en boga, en la punta de lanza de esa noción optimista y poco distorsionada sobre quienes somos. Porque lo admito, el Venezolano puede ser cordial y amable, pero lo es la misma medida que cualquier otro ciudadano alrededor del mundo. No creo que nuestra amabilidad sea un elemento que nos distinga y mucho menos, una idea que sea parte de nuestro gentilicio. Y ha sido esa idealización, lo que hace que el país de vez en cuando nos sorprenda, que todos los días nos traiga un poco de amarga frustración. ¿Donde se ha ido la Venezuela cálida? ¿El Venezolano sonriente? ¿La humildad tan autóctona?
Debo decir que no se fue, es que nunca lo fuimos. Que yo sepa, el Venezolano — ni tampoco ninguna otra persona oriunda de cualquier otra parte del mundo — debería cumplir con el requisito de una cordialidad mal impuesta. Una idea imaginaria sobre el ciudadano que debería existir. Todo sonrisas, toda mano extendida. Enormemente educado, atento, servicial. El hombre que se levanta de un salto apenas su radar de cordialidad detecta a una dama de pie, el que se apresura a sonreír con todos los dientes para desearte buenos días. Esa postal fotográfica irreal del grupito de pescadores de bellos rostros bronceados saludando y sonriendo, todos tan felices, para la cámara de una publicidad engañosa. Porque déjeme decirle, querido Lector, que luego de vivir treinta y cuatro años en Venezuela, aún me pregunto de donde sale esa imagen del Venezolano amabilísimo, todo amor y toda calidez, que tanto se insiste. Al menos, me lo pregunto cuando leo esas largas elegías de amor y dolor sobre el Venezolano perdido, el que fue y ya no es. Ese ciudadano mítico, tan cariñoso, tan buen hijo y vecino que desapareció y nadie sabe por qué.
Bueno, en realidad, yo si sé: desapareció porque nunca insistió. Y eso no es bueno ni malo. El “Venezolano amable” no fue otra cosa que una especie de imagen raquítica y mal formada sobre esa idea rural del buen vecino. Recordemos que por casi medio siglo, Venezuela fue un gran pueblo, una vecindad discreta rodeada de vecinos Universitarios. Y luego del Boom petrolero, la cosa no cambio sustancialmente. Continuamos siendo el país rural sólo que ahora disfrutábamos de una bonanza asombrosa, de una idea nueva sobre un país que se miraba así mismo desde la herencia histórica. Pero al fin y al cabo, la historia del “Venezolano amable” comienza allí. Del viejecito adorable que inclina la cabeza con el sombrero contra el pecho. De la mujer junto al fogón que de inmediato te extiende una taza de café bien cargado. Del desconocido que te da unos apropiados buenos días con una enorme sonrisa. Pero ¿En realidad existió un Venezolano así?
No quiero ser injusta. Hay personas amables en mi país. Como en cualquier otro del mundo, en realidad. Lo que quiero decir es que en Venezuela esa imagen antiquisima y tan manoseada del “Venezolano amable” se convirtió en una especie de símbolo de la venezolanidad, de Totem insistente sobre quienes somos y quienes aspiramos a ser. El Venezolano con la mano extendida, el Venezolano que abraza con los brazos abiertos. El que te acaba de conocer y ya te ofrece una cerveza, su casa, su amistad eterna. ¿Existe eso? De vez en cuando, sí. De vez en cuando esa naturaleza dicharachera del trópico, esa eufusividad del trópico hace estragos. Venga para acá, compadre y tomese esta cerveza. O venga para acá, mi estimado, para que coma con nosotros. Esa rotunda amabilidad de palmadas en la espalda y ojos brillantes de la borrachera. Pero ¿Realmente es esa festiva alegría caribeña parte de nuestro gentilio? ¿Nos define? ¿Nos da un rostro?
No lo sé.
Volvamos a la escena del Metro. De pie, cargada de paquetes, asustada alguien pueda asaltarme — soy Caraqueña, no puedo evitarlo — , miro a mi alrededor. El grupo de usuarios que me rodean ni me miran. Todos parecen profundamente abrumados, cansados, deprimidos. O quizás no lo están. Soy yo que me los imagino así. El caso es que nadie parece especialmente interesado por el otro. La calidez caribeña se fue a otra parte. ¿Que tan malo es eso? En realidad, sólo es natural, me digo. Sólo es parte de esa gran soledad del mundo moderno. De esa visión egoísta de una cultura que se asume así misma única. De esa visión social que nos hace simplemente solitarios. A nadie le interesa lo que haces, a mi no me interesa especialmente lo que pasa a mi alrededor. ¿Es justo entonces asumir esa imagen frágil del Venezolano amable? ¿Darla por sentada? ¿Lamentar su perdida? Pero ¿Es que cuando existió? Más allá del cheverismo, de la viveza criolla — esa mezcla de resentimiento e irrespeto que tanto se disfruta — la amabilidad del Venezolano parece haberse convertido en otra cosa. O en realidad, ser otra cosa directamente. Y acusar al gentilicio de su perdida, me parece no sólo sin sentido, sino hasta límitado. Una aspiración irreal sobre una idea quebradiza de quienes somos.
Por supuesto, he recibido amabilidades. Y yo misma las he ofrecido. Como la vez en que un desconocido me pagó el periódico de la mañana porque olvidé mi billetera. O cómo cuando cargué con las bolsas de mercado de una ancianita un par de cuadras hacia su casa. O esa vez en que un hombre se preocupó por verme caminar sola en una calle de aspecto peligroso y me acompañó de buena gana. Según varios amigos extranjeros, Venezuela es de hecho un país cordial. De trato cálido, muy emocional. Y no lo dudo. Pero ¿No se trata más de un hecho individual más que colectivo? ¿No se trata más que hay ciudadanos amables, sin importar su nacionalidad y gentilicio, que un verdadero rasgo distintivo netamente Venezolano? ¿Es injusto para con esa imagen idílica del “Venezolano amable” pensar que en realidad la amabilidad es un comportamiento más que un elemento sustancial de nuestra identidad como país?
No lo sé. No lo he sabido antes y mucho menos durante las últimas semanas, donde se ha puesto de moda — otra vez — debatir y analizar el comportamiento del Venezolano desde un cariz mucho más sensible y enaltecedor. Una súbita mirada al “Venezolano amable”, que otra vez se asoma por las rendijas de esta realidad árida, de todos los días, de un país cada vez más descreído. Y resulta desconcertante y sobre todo, un poco preocupante, que nos conozcamos tan poco. Que seamos tan pocos conscientes de quienes somos o quienes fuimos. Una idea que se repite una y otra vez.
Hace poco, leía un artículo de Rufi Guerrero titulado “Chavez, figura antes que presidente” que ponderaba sobre los motivos por los cuales el Difunto presidente estableció una profunda y sobre todo, insistente conexión emocional con su electorado. Entre otras ideas, Guerrero comentaba sobre la capacidad de Chavez para mostrarse como el Venezolano real — que se parece al común, que es como cualquiera — y sobre todo, en utilizar ese planteamiento a su favor. No obstante, fue uno de los párrafos el que pareció resumir no sólo ese proceso de identificación sino el hecho que la memoria de Chavez sobreviva incluso a la crisis política que provocó su muerte: “Chávez fue el presidente más parecido al venezolano común y, darse cuenta de eso, desata el desprecio de sus contendientes. Dicharachero, revirón, ordinario, rompe protocolo, alzado, con un montón de resentimientos guardados esperando cazar la primera pelea para soltarlos. El mito del venezolano alegre y colaborador es solo eso, un mito. La mayoría tiene los mismos rasgos de personalidad y chocar contra esa realidad desenfoca a los que no han querido aceptarla.” Una idea que irrita, que molesta y que como bien insiste Guerrero, choca a la mayoría de los venezolanos. Pero que es real. Tan real como para producir un efecto político. Tan cercana como para que aún debatamos sobre ella, entre asombrados y un poco asustados, por las implicaciones que puede tener. Porque el “Venezolano amable”, ese que tanto se celebra, el chevere y de buen humor, el que no duda en extender una mano amiga, es una imagen endeble de un país complejo. De una sociedad en plena transformación y que sobre todo, aún padece las grietas de su propia incapacidad para comprenderse y asumir su verdadera identidad.
¿Es amable el Venezolano? Cabría preguntarse si esa amabilidad es tan resaltante para ser un rasgo distintivo. Y más aún, para sostener toda una serie de ideas y reflexiones sobre el país al que sobrevivimos. ¿Realmente existió alguna vez ese país todo sonrisas, todo solidaridad que tan empeñados estamos en mitificar? La verdad, no lo creo. O al menos, yo no viví en él. Y es quizás, soy parte del problema. Soy parte de esa muchedumbre que pocas veces se ha levantado para dar su asiento a otro, que ha extendido su mano afectuosa para ayudar. La mayoría de las veces paso de largo, ignoro el problema. Miro a otra parte. Y no se trata de indiferencia. O quizás sí. El hecho es que entonces me pregunto, ¿Cuando fue real esa imagen idílica del ciudadano todo amabilidad?
Hace unas semanas, la publicidad de una institución Bancaria, desató un nuevo debate sobre el tema: el spot, pensado y sobre todo, elaborado para celebrar esa “Solidaridad” tan “Venezolana.” La muchacha de cabello rizado correr de un lado a otro de la ciudad, con el rostro lleno de lágrimas, en busca del hombre que ama, mientras un grupo de “héroes anónimos” le ayuda. Le abren la puerta, le ayudan con el automóvil descompuesto, detienen el ascensor para esperar, le permiten subir al taxi oportuno que ella misma no pudo encontrar. Y finalmente, la pareja sufrida se funde en un beso y un abrazo apasionado, entre llantos y risitas, mientras la ciudad entera conspiró para ayudarlos. Toda una fantasía Urbana, tan políticamente correcta que me irrita, sin querer. No obstante, el comercial conmovió a buena parte del público. De nuevo, enarboló la idea del Venezolano tan amable, tan siempre dispuesto a dar una mano. Leí cientos de comentarios emocionados, asegurando que “extrañan” a ese Venezolano que ya no existe, el que ayuda sin esperar incluso un “gracias” a cambio.
A mi, me incomodó. O mejor dicho, me hizo hacerme incómodas preguntas en voz baja. ¿Cómo nos percibimos los Venezolanos? ¿Quienes insistimos ser, más allá de esa fantasía idealizada que tantas veces se maltrata y se utiliza para manipular? No lo sé, me digo, de pie en mitad de un vagón de Metro repleto, de pie a duras penas entre un grupo de usuarios tan malhumorados como yo. Y quizás no saberlo — esa percepción a mitad de camino entre la esperanza y la realidad quebradiza que soportamos — es la grieta en el planteamiento del país que aspiramos. Cada día más lejano, insustancial e irreal.
Es difícil delimitar, pero creo que si hay ciertos rasgos que en general enmarcan o caracterizan ciertas ciudadanías u orígenes.
ResponderEliminarLos ingleses suelen ser prepotentes y malas copas; los alemanes fríos y mecánicos; los argentinos bulliciosos y soberbios; los colombianos parlanchinos y sonrientes; los venezolanos cálidos y temperamentales.
Claro, también habría que delimitarnos entre nosotros porque dependiendo de cada región los cambios son bruscos: es fácil sentir -incluso desde la manera de conversar- la parsimonia y amabilidad de los gochos, en contraste con los bochincheros orientales; la excentricidad de los marabinos o aquellos que donde llegan se creen la pintura de la tapa del frasco (si, los caraqueños) y que lo demás es monte y culebra.
Vivo afuera y los foráneos cuando se enteran de donde vengo suelen resaltar la calidez y la camadería de los venezolanos, porque la han sentido por experiencia propia. Somos irreverentes, en general. Nos da igual darle la mano al que prepara el café que al gerente de la oficina, cosa que otros no hacen.
Los Indios por lo menos, se deben muchísimo respeto entre sí, dependiendo de el estrato de cada quien. En el Caribe no se ve eso. Y a la larga eso es los que nos va caracterizando.