En las islas Salomón, en el sur del Pacífico, algunos
lugareños practican una forma única de tala de árboles. Si un árbol es
demasiado grande para ser talado con un hacha, los nativos lo hacen caer a
gritos. (No tengo a mano el artículo, pero juro que lo he leído.) Los leñadores
con poderes especiales se suben a un árbol exactamente al amanecer y, de
pronto, le gritan con toda la fuerza de sus pulmones. Lo harán durante treinta
días. El árbol muere y se derrumba. La teoría es que los gritos matan el espíritu
del árbol. Según los lugareños, da siempre resultado.
¡Ay, esos pobres inocentes ingenuos! ¡Qué extraños y
encantadores hábitos los de la jungla! Gritarles a los árboles, vaya cosa. ¡Qué
primitivo! Lástima que no tengan las ventajas de la tecnología moderna y de la
mentalidad científica.
¿Y yo? Yo le grito a mi mujer. Y le grito al teléfono
y a la segadora de césped. Y le grito a la televisión y al periódico y a mis
hijos. Incluso se dice que he agitado el puño y le he gritado al cielo algunas
veces.
El hombre de la puerta de al lado le grita mucho a su
coche. Y este verano le oí gritarle a una escalera de tijera durante casi toda
una tarde. Nosotros, la gente educada, urbana y moderna, le gritamos al tráfico
y a los árbitros y a las facturas y a los bancos y a las máquinas…, sobre todo
a las máquinas. Las máquinas y los parientes se llevan la mayor parte de los
gritos.
Yo no sé lo que hay de bueno en ello. Las máquinas y
las cosas siguen en su sitio. Ni siquiera darle patadas sirve a veces para
nada. En cuanto a las personas, bueno, los isleños de Salomón pueden apuntarse
un tanto. Gritarles a cosas vivas puede hacer que muera el espíritu que hay en
ellas. Los palos y las piedras pueden romper nuestros huesos, pero las palabras
rompen nuestros corazones.
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