Hay ámbitos profesionales cuyos dictámenes tienen el poder de perseguirte de por vida.
Abogados, profesores, políticos, médicos y brujos gozan de un privilegio supernatural de
lanzarte jeringonzas con una espontaneidad tan ordinaria y pasmosa para esperolarte la vida, que
resulta casi vergonzoso cuestionar tanto la veracidad de lo que te dicen, como la forma en la que
te lo dicen.
Y cuando hablo de la forma, en esta ocasión me refiero al tonito: hace poco mi médica me
soltó la perla de que era prediabética... y que la diábetes era grave. Ah, mundo.
Que lo fuera (no sé, en mi ignorancia me suena que pre-padecer de una enfermedad —o
condición, tampoco sé— es como estar medio preñao) ya era bien particular de escuchar, pero más
particular me resultaba escucharle a mi médica semejante tonito. Nunca imaginé que recordaría
a Rosenblat en un consultorio, y que pudiese encontrar jocoso un diagnóstico clínico. O peor,
que pudiese reírme en la circunspecta cara de una galena mientras me condenaba a una vida de
Glucofage. De liberación prolongada.
Resulta que, tal como las profesiones de abogado, médico y brujo (me reservo las del
político y profesor para otras entradas); la del lingüista también puede ser una profesión cuyos
dictámenes pueden perseguirte hasta cuando estás dormido, soñando con las barrabasadas que
leíste por la mañana en el diario, o con aquella que tú mismo dijiste en tu primer año de carrera
por allá en el año del Y2K.
“Disculpe, doctora. La diabetes es siempre grave, nunca esdrújula. Buen día”. Y récipe en
mano, recordé que la norma se impone desde las bases, y que en Venezuela miramos feo a quien no
habla en cristiano, pues, como todo el mundo. Y entonces, recordé a Grice. Y volví a pasar por loca en
la farmacia al soltar otra de mis carcajadas.
Desde entonces, cuando alguien me pregunta por qué no digo diábetes, como todo el
mundo en Venezuela —¡hasta médicos y médicas!—, les digo que es por culpa de vicios tan
dulces y dañinos como la lingüística.
azurybrian@gmail.com
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