Habían dejado mi ataúd a la intemperie, a merced de los pájaros
carroñeros, que no eran precisamente aves caroreñas ―te acuerdas, hija mía, de
la risa que nos causaba aquella confusión tuya cuando aprendías a leer―, a
merced del viento sesgado e insidioso que soplaba denso, quemante y carrasposo
desde las regiones infernales. Yo yacía en el fondo del ataúd, enfundado en mi
mortaja de lino enchumbada de sangre, semen y sudor. Aunque hacía ya mucho
tiempo que había muerto, permanecía atento a los ruidos estridentes del
exterior y al silencio, y aquí sí que cabe la palabra sepulcral, de mi corazón.
Mi corazón de pedernal que se había cansado de latir.
Un cuervo recién llegado desde el alto y vertiginoso
cielo donde trepaban rasguñando el aire con sus sucias garras los cóndores
viudos, se había posado con cierta suavidad, habrá que reconocerlo, sobre mi
ataúd de cedro de la montaña, que un ebrio carpintero tallara un día de lluvia
mientras tarareaba una y otra vez una canción de despecho. ¿Qué culpa tenía yo
de que a aquel chapucero fabricante de urnas lo hubiese abandonado su mujer? Con
delicadeza se posó el cuervo color carbón, apoyándose en la piel alfombrada de
sus patas, procurando que sus uñas afiladas como cuchillos no rayaran la fina
madera. Mas luego intentó con su pico corvo taladrar la estrecha lámina de
células vegetales ya muertas, justo en el lugar que se correspondía a mi
también muerta cabeza de chorlito. ¿Acaso aquel alado y horrendo animalito se
creía un pájaro carpintero?
El ruido, señores míos, era de verdad insoportable, y
si hubiera estado dentro del ámbito de mis posibilidades, me habría levantado
de mi ataúd, reventando las tablas que me habían convertido en un prisionero,
como una rata encerrada en un cajón, y ahí mismo le habría retorcido el cuello
al maldito pajarraco. ¡Never more!
Foto: Ednodio Quintero, Tokio, 2010
Foto: Ednodio Quintero, Tokio, 2010
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