En una humilde casa vivía un hombre,
su mujer, su padre y su hijo, que todavía era un bebé. El viejo padre no servía
para nada. Estaba demasiado débil para trabajar. Comía y fumaba sentado de la
puerta. Entonces el hombre decidió sacarlo de la casa, dejarlo tirado a su
suerte en las calles, como a veces se hacía, en las época más duras, con las
bocas inútiles.
La esposa
intentó interceder en favor del anciano, pero fue en vano.
-Como mínimo
dale una manta -dijo ella.
-No. Le daré
la mitad de una manta. Eso es suficiente.
La esposa le
suplicó. Finalmente consiguió convencerlo para que le diese la manta entera. De
repente, en el momento en que el viejo estaba a punto de salir llorando de la
casa, se oyó la voz del bebé en la cuna. Y el bebé le decía a su padre:
-¡No! ¡No le
des la manta entera! Dale sólo la mitad.
-¿Por qué?
-preguntó el padre anonadado, acercándose a la cuna.
-Porque
-contestó el bebé- yo necesitaré la otra mitad para dártela el día que te eche
de aquí.
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